Mi hermano mayor

Cada vez que pienso en los viajes a Ezeiza a la quinta de mis tíos se me vienen dos imágenes a la cabeza: un edificio con forma de cilindro que queda en General Paz a la altura de Constituyentes y mi hermano. Él siempre iba adelante con mi mamá, lógico. Era el más grande y era mi hermano: el que tenía el cuarto propio, el baño propio, el que comía en su habitación y el que viajaba adelante en el auto. La hora que tardábamos en llegar, se la pasaba cantando canciones de Racing. Aprendí las canciones antes de saber que me gustaba el fútbol y que yo era hincha de la Acadé. Yo tenía cinco años y él, once. No sólo le encantaba cantarlas, si no que le fascinaba que yo me las aprendiera. Y lo hice. Era mi hermano mayor. Supongo que en mi hermana no encontró una aliada para descargar sus pasiones futbolísticas. Todo lo contrario. Durante mi infancia ellos vivían peleando y yo quedaba en el medio. Cuando quería divertirme iba con él: jugábamos al fútbol y me enseñaba canciones de cancha. Cuando necesitaba una confidente, iba con mi hermana. Así que en mí encontró alguien que lo acompañara en sus locuras: "cantemos arriba del sillón como si estuviéramos en la cancha", "En el viaje, Delfina comparte el cuarto conmigo", "Contales a tus compañeros que la Secretaria del colegio saca los piojos con la nariz".

Y yo le hacía caso y lo seguía. Era mi hermano mayor.

En los viajes, mi mamá y mi hermana siempre estaban juntas porque les gustaba hacer lo mismo: ir a los museos, escuchar a los guías. Yo era chica y los museos me parecían aburridos. Mi hermano solo quería divertirse así que agarrábamos la cámara y nos ocupábamos de sacar las fotos. Cuando el rollo se revelaba, ahí estábamos nosotros: poniendo poses con las estatuas, agregándole la cabeza a alguna estatua mutilada.

Yo me divertía con él y él se divertía conmigo y de mí. Cuando tenía seis años y el doce, en un viaje a EEUU, mi mamá y mi hermana se habían ido a comprar regalos. Yo me quedé con él haciendo tiempo. Cuando le pregunté por qué mamá no volvía, me contestó: "Nos abandonó. Ahora tenemos que trabajar para juntar plata y volver a la Argentina". Yo le creía. Me largaba a llorar hasta que volvía mi mamá y ella le preguntaba qué me había hecho.

Así pasaron los años de mi primaria: viajes a Ezeiza, fútbol, canciones de Racing, viajes con mi hermano. Él después creció y en la adolescencia dejó de jugar conmigo. Se interesó en las chicas, en ir a la cancha con su grupo de amigos y jugar con ellos al fútbol. Yo también crecí y empecé a compartir más cosas con mi hermana. Cuando hicimos viajes en familia ya más de grandes, él empezó a compartir el cuarto con mi mamá y yo, con mi hermana.

Fuimos creciendo en veredas casi opuestas: musicalmente, políticamente y culturalmente. Sin embargo, todavía canto las canciones de Racing, todavía juego al fútbol, y cada vez que paso por General Paz a la altura de Constituyentes y veo aquel edificio me acuerdo de él con los pies estirados arriba, cantando canciones de cancha y enseñándome la primera canción de Rock Nacional. Yo tenía cinco años, no sabía qué significaba, pero la cantaba al igual que las canciones de Racing porque así me lo podía él, mi hermano mayor: "Me gusta ese tajo que ayer conocí, ella me calienta la quiero invitar a dormir".

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