La inutilidad de la victoria

La relación entre mi hermana y yo puede resumirse en una anécdota de cuando éramos chiquitas. Cuando yo estaba en salita de dos y Estefa tenía cinco años, en su recreo, en lugar de salir a jugar con sus amigos, venía a mi aula a visitarme y cuidarme. Así es ella conmigo. Y yo, durante un largo tiempo, fui la que se aprovechó un poco bastante de su amor maternal hacia mí. Siempre que había que ordenar la casa, ella lo hacía por las dos. Cada vez que me mandaba alguna cagada, se lo contaba primero a ella para que me ayudara frente a mamá. Y durante muchos años lo hice sin culpa porque creía que así era nuestra relación y así tenía que seguir siendo. Hasta que crecí y me di cuenta de que no podía aprovecharme de su amor. Tenía que madurar y, por lo tanto, teníamos que dividir los compromisos que nos tocaran. "O no", pensé. Mejor aún: había que idear un sistema justo donde hubiera un ganador y un perdedor. De esta forma, la vagancia había que ganársela. Así que decidí crear un juego donde la perdedora fuera la que tuviera que hacer las cosas. Era un juego sencillo, con mis propias reglas y yo era la que lo manejaba. Pero, en mi defensa, en todo juego a veces se gana y a veces se pierde. El tema es que Estefa no es futbolera, para nada. Es de esas personas que ni siquiera tienen equipo. Entonces, qué mejor que un juego de fútbol. 
Me acuerdo de que estábamos en el sillón, no recuerdo qué era lo que había que hacer. Y ella se ofreció a hacerlo. En ese momento, cuando Estefa no lo esperaba y yo sentí que estaba dando un gran paso hacia la madurez, le dije: 
- Juguemos. Yo te digo un equipo de fútbol y vos me tenés que decir su clásico. Si adivinás, lo hago yo. Si perdés, lo haces vos. 
A Estefa le encantó. Nunca supe bien qué la entusiasmó tanto de ese juego porque aprender los clásicos no era algo que le interesara y tener la posibilidad de ganar dependía ciento por ciento de mi hijadeputez en elegir el equipo. Si le decía "Boca" lo más probable era que dijera "River". Ahora si le tiraba "Defensores de Belgrano" seguramente no iba a tener la más puta idea. 
Y ese día arrancó nuestro juego que más tarde se amplió a ápodos de clubes. Yo le podía decir el equipo y ella me tenía que decir cómo lo apodaban o viceversa. Era un juego donde el 99% de las veces, mi hermana perdía. Y las veces que ganó fueron porque a mí no me molestaba hacerme cargo de lo que había que hacer. Pero resulta que durante un largo tiempo, mientras la mayoría de las personas resolvían cuestiones con un "piedra, papel o tijera", nosotras nos divertíamos con un juego basado en el desapego por el triunfo. Quizás, era una manera de hacer más democrática una tarea que de todas formas la hubiera hecho mi hermana. Pero ella se divertía tratando de adivinar el club y yo me cagaba de risa mientras le daba pistas para que acertara:
- Clásico de "Banfield". Pensá, es del sur. Qué equipos hay en el sur. 
Este juego fue lo primero que compartimos futbolísticamente. Lo segundo y último fue un equipo que duró unos cuantos años. Ella jugaba de 3. En realidad, yo la mandé de 3 por ser zurda y por falta de habilidad en los pies. Le enseñé a poner el cuerpo dada su altura y a no enredarse con la pelota. Cada vez que la tuviera tenía que patear fuerte sin importar para dónde saliera disparada. Casi siempre se iba afuera porque si bien no sabe correr con la pelota más de dos metros ni dar un pase con cara interna, mi hermana es experta en pegarle tres dedos. No porque lo hiciera a propósito, sino porque es la persona más chueca que conozco. Probablemente una vez más por amor, es incluso más chueca que yo.

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