Sobre el clásico rosarino

Todo empezó un año antes del clásico rosarino con una apuesta. Él es hincha del rojo y yo, de la Academia. Lo conocí en la cancha, un mediodía de invierno. Ese día jugábamos contra las punteras y nuestra arquera no había ido. Arranqué el partido en el arco. A los pocos minutos, en un mano a mano, me tiré al piso para achicar. Sentí un dolor en mi dedo gordo y cuando abrí los ojos me di cuenta de que me había lastimado y de que la pelota no había entrado. Yo estaba jugando y él, cubriendo el partido para una revista. Ese día lo conocí, en la cancha, con mi mejor atajada y algún gol.

A las pocas semanas, fuimos a tomar algo. Y, convencida de que era bostero -claramente, las personas tienen cara de ser hinchas de algún club y, en ese momento, él tenía cara de bostero- le pregunté de qué equipo era solo para confirmar lo que yo suponía.

- Del Rojo - me contestó.

Era el primer hincha de Independiente con el que salía, con el que salí. Me reí y agregué que yo era de Racing y que si le parecía podíamos hacer una apuesta. El clásico se iba a jugar en la cancha del Rojo, tres semanas después de nuestra primera salida. Él aceptó. Un día antes del partido, me mandó un mensaje y me dijo: "En el caso de que ganemos, por cada gol de Independiente me tenés que invitar a ver un partido neutral". Acepté. Yo no sé que le pedí y tampoco viene al caso porque aquel clásico Racing perdió 3-0. Resulta difícil imaginar que ese resultado no me haya molestado lo suficiente, pero tenía que ver con la apuesta que habíamos hecho. Me parecía hermoso tener que ir a la cancha con él a ver tres partidos.

A principios de 2016, fuimos a la cancha de Ferro y, más tarde, a la de Platense. En ambos partidos, los locales perdieron. "Yetas, mufas, mufasas neutrales", nos apodamos. Y, si bien, había algún que otro partido para ir a ver, me guardé la tercera ficha para el clásico rosarino en la cancha de Central a fin de año.

"Estos partidos hay que ganarlos como sea", dijo la semana previa al clásico Maxi Rodríguez. Esa misma semana en la que yo empecé a mover cielo y tierra para conseguir alguna entrada. Llamé a la nieta de una amiga de mi abuela que vive en Rosario y le pregunté si conocía a alguien que pudiera ayudarme. Me pasó el número de un amigo suyo. Él, milagrosamente, me consiguió una entrada. La mañana del partido salimos de Capital convencidos de que la otra iba a aparecer. Y apareció gracias a la maldita y santa reventa que nunca falla.

Ese 23 de octubre, casi a un año de aquella apuesta, estábamos los dos en el clásico rosarino. Ahí estábamos, en el Gigante de Arroyito, los dos descalzos porque minutos antes de salir para Rosario habíamos jugado un partido y yo tenía los pies llenos de ampollas. Dada la cantidad de papelitos que tiraron ese día, me armé un colchoncito en la popular y vi todo el partido en patas. Y él...él no tenia ampollas, pero sí tiene la encantadora costumbre de sacarse las zapatillas en todos lados.

Cuando el partido se iba, cuando el 0-0 parecía ser definitivo, la Lepra tuvo un córner a dos minutos del final. Maxi Rodríguez mandó el centro, y, tras un despeje, le quedó de nuevo la pelota sin que nadie lo cubriera. "Estos partidos hay que ganarlos como sea", pareció decir de nuevo, mientras entraba solo por el costado y la mandaba a guardar al segundo palo.

Mientras algunos hinchas canallas se quedaron incrédulos en la popular, nosotros nos fuimos pensando lo que otras tantas miles de veces pensamos todos: "¡Qué lindo es el fútbol!".

Aquel día, aprendí que "ser canaya es estar loco en un manicomio feliz", que "Yo lo tengo a Olmedo, lo tengo al Che, y vos ¿qué carajo tenés?" y que "el carnaval es el pueblo, el pueblo es hincha de Central". También, me negué a cantar por primera vez "Vamos, vamos, vamos Lacadé" porque Academia, no jodamos, hay una sola. Y confirmé, o confirmamos, que los mufasas neutrales aún seguíamos vigentes.

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